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Andábamos por las calles de Sucre, cuando un cartel nos llamó la atención. Anunciaba algo que iba a acontecer a los dos días en un pueblo cercano, Tarabuco. Una fiesta, el Pujllay , típica boliviana. Ropas, música, gentes. Algo que prometía ser muy fotogénico. Así que pasados dos días, nos metimos en una furgoneta de línea regular, de esas que abundan en el país del altiplano y allí nos dirigimos.

La verdad es que nada más poner un pie en aquel pueblo, parecía que nos habíamos transportado a otra época, tal vez a otro planeta. Muy pocos turistas y mayoría de locales. Para gentes como nosotros a las que nos gusta huir de lo convencional, no se podía pedir más.

Toda la gente iba ataviada con los trajes autóctonos de la tribu Yámpara. El gorro, o montera que lucen los hombres es muy parecido al casco que llevaban los soldados conquistadores españoles, haciendo un guiño histórico. No en vano esta celebración tiene su origen tras la batalla de Jumbate (1816), cuando pequeñas guerrillas bolivianas vencieron al poderoso ejército español, y cimentaron la futura independencia (1825). Tradicionalmente esta festividad se da para agradecer a la Pachamama (madre tierra) la cosecha pasada y para bendecir la siguiente siembra. Tiene lugar siempre alrededor del 12 de marzo, justo al  finalizar la época de lluvias.

Puestos de comida, chicha, instrumentos de viento, todo un crisol comercial se arremolina entre sus calles. Yo incluso me atreví a degustar un trozo de pollo con patatas en uno de los puestos. No es que pueda decir que fuera el mejor pollo de mi vida, pero tampoco el peor y la compañía de una cerveza «Paceña» ayudó tal ingesta.  La chicha no me atreví a probarla tras conocer como llevan a cabo el antiquísimo proceso de elaboración. Mastican el maíz, le extraen el jugo y luego lo escupen. Al fermentar da lugar a su «cerveza». Si había que correr riesgos, prefería hacerlo con el pollo.

Los instrumentos de viento, flautas en su mayoría (pinkillos, tarkas y pututus) se adueñan del espacio. Además se acompañan del sonido de las espuelas que llevan los hombres, creando una atmósfera estruendosa un tanto difícil de soportar para el refinado oído occidental. Todo queda compensado ante el desfile infinito de color que invade el pueblo. Las calles empedradas y las antiguas casas coloniales ven los innumerables grupos, que a modo de comparsas carnavalescas, pasan en dirección al epicentro de la celebración, la Pucara.

La Pucara es una torre hecha de madera, que se pone a las afueras del pueblo, en una explanada. En ella se cuelgan como ofrendas alimentos, pan, carne, patatas, maíz,  y bebidas refrescantes. Bajo esta se colocan cantaros de chicha (cerveza hecha de maíz fermentado) que ayudan a los participantes a aliviar el  cansancio producido tras infinitas horas de baile. Las hojas de coca que mascan sin parar y que les provocan grandes bolas en sus carrillos también son para mitigar tales esfuerzos, aunque son bastante más llamativas sus consecuencias, pues algunos llevan tal cantidad dentro de sus bocas que parecen tener el rostro desfigurado.

Tras un día tan intenso y colorido, satisfechos, nos metimos de nuevo en un microbús rumbo a Sucre, conducido por un simpático conductor, con buen gusto fútbolistico por cierto.  Aun estuvimos un par de días recuperando nuestros maltrechos oídos. Lo mejor fue que comprobamos de primera mano que efectivamente la fiesta era única, algo mágica y muy fotogénica.

Espero que os gusten algunas de las fotografías aquí expuestas.